Tardes de verano en La Alpujarra

Nostalgia. Es la palabra que mejor define las tardes de verano en La Alpujarra. Esas tardes de verano que pasaba con mis abuelos.

Hoy me vas a permitir apelar a la nostalgia y a esas tardes de verano que pasaba con mis abuelos en Órgiva, capital de La Alpujarra granadina.

El último timbrazo del curso tenía significados muy diferentes para cada uno de nosotros. Algunos de mis compañeros se marchaban unas semanas a la playa, los pocos que podían estirar el chicle traspasaban fronteras; la mayoría nos quedábamos en el pueblo recibiendo a esos forasteros que de tanto volver cada verano ya eran parte ineludible del puzle.

Las noches que me quedaba a dormir en la casa de mis abuelos, me desperezaba con la ilusión ferviente de qué aventura viviría ese día en su cortijo, que se encuentra a las afueras de Órgiva en pleno corazón de la Ruta de los Olivos Centenarios.

Batía con fuerza el modelo de baticao, que hubiera tocado ese verano, y me lo bebía de una asentada casi sin respirar. Mi abuela se colocaba un vestido camisero que le tapaba más allá de las rodillas, siempre de colores oscuros prácticamente negros, y ni una lágrima de escote. A lo máximo que apelaba era a una manga corta un tanto suelta. Terminaba de preparar el cesto de rafia con los ingredientes, que tocaran ese día para preparar la comida, y emprendíamos una marcha de, al menos, media hora.

Ella caminaba con un bamboleo particular, casi sin doblar las rodillas. No solíamos hablar mucho durante el trayecto, yo casi nunca iba a su paso. Me solía quedar rezagada con las flores, animales y bichos que se cruzaban por el camino, como la vez que se me ocurrió observar a una abeja que había sobre una margarita.

Tal fue mi fascinación con ese cuerpo diminuto que pegué mi pequeña mano de cinco años a la flor. La dejé quieta hasta que la abeja se fijó en ella y con un movimiento pausado, se posó sobre mi palma.

Se me cortó la respiración mientras acercaba la mano hasta mis ojos para poder observarla mejor. Era preciosa. El zumbido que emitía y el cosquilleo de sus patas sobre mi piel me pareció hipnótico. Cuando escuché la voz lejana de mi abuela, con la misma parsimonia que había recogido la abeja, la volví a dejar en la margarita. Recordaba que alguien me había contado que, si una abeja te pica, muere, y yo solo quería conocerla mejor, no matarla.

A veces el sonido metálico de un motor provocaba que corriera con más fuerza hasta donde estuviera mi abuela. Entonces ella solía decir “a ver si tenemos suerte y quien sea nos acerca”. Y, efectivamente, si el dueño del coche, que nos obligaba a pegarnos a los balates para que no nos atropellara, era uno de los vecinos de un cortijo aledaño terminaba por llevarnos. En silencio odiaba esos instantes. Yo quería seguir revisando el borde de la acequia del camino, no subirme en el coche de nadie.

Tras una cancela verde oliva nos esperaba mi abuelo, que antes de que amaneciera ya estaba cuidando su amada finca. Me colgaba de sus brazos como un mono y le descolocaba la boina. Nunca me riñó, al revés, el sonido burbujeante de sus carcajadas incitaba aún más a esa niña salvaje que solo quería estar con él.

Era y será el amor de mi vida.

El resto de la mañana la pasaba descalza recorriendo la finca. Excavaba hoyos a los pies de algún olivo, le robaba el colador a mi abuela y tamizaba la tierra para después echarle agua y crear un barro fino sin piedras. Me había fijado que ella hacía algo parecido con la harina para emborrizar el pescado, por lo que imaginé que así dejarían de romperse mis muñecos de barro. Funcionó, aunque a ella no le hacía la misma gracia.

También aprovechaba las ramas de los olivos para trepar, colgarme e inventarme aventuras que después teatralizaría a mis abuelos durante el almuerzo.

Me encantaba los días que a mi abuelo le tocaba regar la finca, especialmente las ocasiones en las que el agua aparecía de madrugada. Eso implicaba que esa noche la pasaríamos en el cortijo y podría jugar incluso más allá de que se apagara el sol.

Mientras yo convertía el haza de mis abuelos en mi particular edén, ellos no cesaban de trabajar. Mi abuela pasaba de la cocina a ayudarle a mi abuelo con lo que estuviera haciendo en la tierra. Ella siempre más seria, él con una sonrisa perpetúa en su cara rosada, aun hiciera cuarenta grados y ese día arar fuera una tortura. Nunca lo escuché quejarse.

Lo que sí era sagrado era la siesta, no me quedaba de otra que seguir imaginando historias sobre las paredes encaladas mientras mis abuelos dormían; tenía prohibido estar al sol después de comer. Aunque no me gustaba la idea de la siesta, sí que me volvía loca lo que sucedía después.

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El río.

Nunca conseguí que mi abuelo se viniera a bañarse al río, me decía que le quedaba mucho por terminar en la finca. A veces pensaba que los olivos, naranjos y demás verduras que cultivaba lo tenían secuestrado y solo podía escapar cuando se iba el sol porque al no haber luz, no lo veían huir.

Mi abuela volvía a llenar la cesta de rafia, esa vez, con una toalla, que había conocido más de cuarenta veranos, y el mayor de los tesoros: una tortica de azúcar rellena de chocolate. No hay felicidad más exquisita y simple.

Algunas tardes nos encontrábamos con otras amigas de mi abuela allí en el río, también iban acompañadas de sus nietos. Ellas se quedaban sentadas en alguna piedra que diera la sombra mientras nosotros nos lanzábamos a la poza o intentábamos cazar a unas pobres ranas.

Cuando empezaba a ocultarse el sol y no nos cabían más arrugas en la piel, cada uno emprendíamos la vuelta a su cortijo. Al regresar, encontrábamos a mi abuelo afeitándose. Se sentaba en una silla, colocaba un cubo de plástico azul lleno de agua y con un diminuto espejo de mano y unas cuchillas naranjas eliminaba cualquier rastro de pelo.

Solo entonces era la hora de salir del paraíso para regresar al pueblo. Deshacíamos el camino, estaba vez los tres juntos, recordando anécdotas de su juventud, de mis peripecias o simplemente en silencio. Ahí, cuando el cansancio me pesaba demasiado, sí que me alegraba de escuchar el motor de un coche, no importaba que se terminara antes el paseo, sabía que a la mañana siguiente mi abuelo seguiría esperándome tras su cancela verde oliva.

Amor y luz.

Beatriz Fiore

Escritora

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